Estaba cansado de
estar sólo en casa. De que el único movimiento ocasional fuera
causado por los moscardones que aparecían cada vez que guardaba
carne entre unos trapos en la cocina.
Una noche le pareció
ver una especie de duende grotesco realizar un salto rápido entre
dos muebles, pero se lo atribuyó al vino y a la luz de las velas;
cuya disposición triangular en la casa generaba una zona de sombras
armónicas en los bordes. Eran espectros de las sombras.
A la mañana
siguiente recordó lo sucedido mientras hacía su viaje al río para
juntar agua. "Lo voy a hacer",
pensó, "voy a tener un duende". Solía traer de allí dos
recipientes, uno mucho mayor que el otro y siempre lleno, el otro más
pequeño hasta la mitad, y así subía la cuesta, torcido. En el río
juntó un poco de barro y de paja. También una cápsula tubular de
algún insecto acuático. Estaba hecha de piedras pequeñísimas y
seguramente fuera el refugio de alguna larva de aquel arroyo somero y
torrentoso.
Esa noche encendió
el velón, aquel grueso que decían que duraba 7 noches y 7 días y
que guardaba para ocasiones especiales. Metió las manos en el barro
y comenzó a moldear el monigote torpemente. Chapoteaba en el balde,
ensuciaba el piso. Bebía a borbotones y así se tragaba la noche que
parecía inacabable. Todo era siempre algo confuso en esas horas en
que el vino y el pasado rellenaban el espacio flotando como un humo
denso desde el cual oía a veces los sonidos de afuera, ladridos de
perros y animales extraños, nunca voces humanas.
El muñeco era
deforme, no más grande que su mano, con corazón de cápsula
larvaria y cuerpo limoso. Algo de pasto ayudaría luego a mantenerlo
firme y salía también por sus extremidades, dando el aspecto de
manos y pies. Un manojo de paja asomaba también por la cabeza.
Era siempre cerca de
media tarde cuando el Sol entraba por la ventana del noroeste. Y
estaba justo ahí cuando despertó, tirado en el suelo, acurrucado
entre unos cueros. ¿Habría sido un sueño, un desvarío? Miró
alrededor ansiosamente y allí estaba, en una esquina, sobre una
estantería, casi perdido entre tantos objetos que atiborraban la
casa.
Una sonrisa demorada
dejó ver al fin esa boca apestosa, con costras violetas en los
labios y en los pocos dientes que le quedaban. Estaba feliz. Allí quedó el
monigote, aunque nunca cobró vida. A veces él le hablaba, le
contaba secretos. Pero el muñeco siempre en lo alto, impávido en
aquella estantería sucia y repleta. Secándose y desintegrándose
con el correr de los años.
Un invierno se le
ocurrió empaparlo en licor, prenderle velas. En una primavera lo
llenó de flores, le cantó. Pero el muñeco nunca se volvió duende,
siempre fue un pedazo de tierra.
Entonces vino aquel
otoño tan frío en su casa sin fuegos, en su cuerpo ya viejo. Llegó
esa noche inexplicable en que empezó a hablar solo, a rezongar. Sus
manos huesudas comenzaron a abrirse y a cerrarse frenéticamente, sus
pies daban algún zapatazo esporádico, mientras repetía aquellas
palabras, siempre al ritmo de un torbellino que había arrancado
lentamente a crecer en su interior.
Se horrorizó de
pronto al darse cuenta hacia donde se dirijían sus gestos. Cada vez
estaba más cerca de esa esquina. Estirando sus dedos sin parar, como
queriendo salpicar con un líquido invisible a aquel que no podía
vislumbrar en las tinieblas, pero cuya presencia empezaba a temer.
Bebió un trago y lo escupió como una lluvia sobre aquel rincón.
Pronunció palabras sagradas en contra de su voluntad. Las profanó.
Quemó sus manos con las velas. Escupió sangre. Salió corriendo
bajo las estrellas y se revolcó en el barro congelado. Entró con
las ropas rasgadas. Se arrodilló en ese rincón y rezó. Nada de lo
que dijo quiso decir y nada de lo que hacía era su voluntad. Quería
evitarlo pero no podía. Quiso evitar luego prender ese fuego y salir
al campo y juntar yuyos, pincharse las manos, cocinar todo y luego
beberlo y quemarse la garganta. Quiso evitar finalmente gritar y
maldecir hasta el cansancio, cubrir al duende con un pañuelo color
ocre y mancharlo con sangre.
Al día siguiente
pensó que todo aquello no podía ser cierto de ninguna manera y esto
le trajo algo de alivio. Arrimó algunas ramas para unos mates, cerró
la puerta. Había quedado abierta por la noche y esto lo inquietó,
más no era la primera vez. Pero después las manchas... sangre y
vino. El barro, sus ropas. Evitaba mirar. Hacía todo sin levantar la
cabeza, alejando la vista de aquel rincón. Fue hasta el río y se
lavó las patas. Volvió y se desnudó. Cuando vió su mugre y le
ardieron sus heridas comenzó a temblar. El mentón giró levemente
dando a la cabeza un ángulo inclinado. Pequeños espasmos en el
cuello aumentaban paulatinamente la torsión hasta dejar casi en
posición horizontal la cabeza, aunque los ojos seguían clavados en
el suelo evitando mirar aquel canto. Cuando por fin un parpadeo
corrió apenas el iris de lugar y divisó de reojo el color ocre de
un pañuelo soltó un alarido gastado, lastimero y largo como un
lamento. Avanzando a los tumbos se arrimó hasta allí revoleando los
brazos y derribando todo. Sollozando golpeó las paredes de adobe,
pateó tachos se arrancó unos pelos y se tiró al piso. Se tapó a
medias con un poncho y durmió.
Se cagó encima. Nunca más sucedió
nada con el monigote. Seguramente se habría hecho trizas con aquel
último manotazo. Allí quedó el pañuelo tapando sus restos en
aquel rincón casi inaccesible de la casa, cubierto de trastos viejos
conservados inútilmente.
Los inviernos
transcurrieron y el episodio cayó en el limbo de recuerdos que se
confundían con los sueños o con las macanas que tenía prepadas
para contar si algún día viniera alguien a visitarlo.
La casa permanecía
igual a través de los años, pero un día trajo una plantita con
flores y la puso al costado de la puerta. Otra vez se armó una
escoba con unas ramas y la ató con tanto cuidado que barría
parejito, nunca más tuvo que lavar el piso. Lo que más hacía era
tomar mate cocido, matar moscas, pensar la noche.
Hubo una primavera
en que no se alejó de la casa. Un día divisó a lo lejos un
caballo. Al final de un verano mucho después, casi se seca el río.
Ahí mismo en el arroyo agarraba peces que quedaban atrapados en las
rocas en otoño. Una vez comió uno crudo. Algunos días de calor
salía a caminar justo antes del amanecer y cuando volvía comía pan
con huevo.
Al final, la vida no
había sido más que eso. Una sucesión de días confusa y veloz. Un
conjunto de pedos, eructos y alguna carne para comer alguna vez,
cuando podía arrebatarle una liebre a los buitres. Una permanencia
del frío, con algunas pausas de bendición de Sol. Una cantidad
enorme de agua cayendo, nevando, corriendo por el arroyo y dentro de
sí. Había sido también algunos deseos, el recuerdo de un niño, el
canto de una calandria en una tarde de verano.
La vida había sido
el silencio.
La muerte del viejo
fue en el patio.
Primero cayó pero
estuvo consciente unas horas ahí tirado. Arrancó una zanahoria que
estaba cerca y la masticó hasta la mitad, después murió. El Sol se
escondió y salió varias veces. La piel era una masa dura y blanca
pegada a la carne. Llovió, escarchó y venteó. Un gusano ancho y
baboso salía por la boca mientras otros miles lo devoraban por
dentro. La puerta entreabierta de la casa golpeaba a veces por el
viento. Decenas de escarabajos pululaban en la tierra debajo de sus
manos tiesas. Ciertas partes comenzaron a pudrirse. El último
portazo derribó también algunos trastos. El pañuelo comenzaba a
crecer. Lentamente se erguía hasta descender al suelo el objeto
debajo de él, que ahora caminaba con patas cortas y deformes, con un
lomo que se dejaba entrever irregularmente peludo. A cada paso era
mayor, y cuando por fin llegó a la puerta se quitó el pañuelo y
salió. La velocidad era de una lentitud exasperante, demoraba un día
en dar algunos pasos, pero seguía creciendo.
Un zorro que olió
la carroña se acercaba a la casa una tarde. Se detuvo en seco al
contemplar desde atrás a una figura sombría que se acercaba
parsimoniosamente al cadáver.
Su tamaño era
descomunal.
Un manojo de paja
espeluznante formaba su cabeza.
Sus manos crecían
en forma de raíces casi arañando el suelo.
Llevaba en una de
ellas una pala.
Cuando estuvo al
lado, comenzó a cavar.
n-
Invierno
2015
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