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domingo, 26 de septiembre de 2021

Río arriba

No era la primera vez que sucedía, pero los últimos dos cuerpos habían llegado por el río completamente desfigurados y a los habitantes del poblado les ganaba el pánico y la desesperación.

El caso llamó la atención de las autoridades del país, quienes enviaron a dos agentes especiales a liderar las pesquisas. Mate Zec y Magra Viluta arribaron al pueblo y comenzaron de inmediato a realizar entrevistas a los habitantes de la villa.

El principal sospechoso era K. Wahol, un poblador que había sido expulsado de la región hacía más de una década por sus hábitos infames. K. se fue jurando venganza al pueblo y durante años escribió cartas aterrando a distintos habitantes describiendo cómo les mataría. K. también tenía antecedentes menores en otras provincias y era conocido por su habilidad para escabullirse y desaparecer.

Zec y Viluta eran dinámicos y expeditivos. La hipótesis principal era que el asesino, sea quien fuera, se refugiaba en las nacientes del río y en consecuencia, comenzaron de inmediato a organizar una expedición. No obstante, rápidamente advirtieron que esta era una tarea para nada fácil.

El río corría apaciblemente por el pueblo, pero hacia arriba de su curso se encajonaba en paredes de roca escalofriantemente altas, imposible de remontar por la orilla.

« ¿Que tal si fueron arrojados desde allá arriba? » La idea de Zec no parecía del todo descabellada, pero perdió terreno al entrevistarse con el bombero, quien aseguró que era muy difícil llegar a ese risco, por la irregularidad y tamaño de las rocas que lo conformaban. Sería prácticamente imposible transportar un cuerpo hacia allí.

« ¿Y si los transportaron vivos? » La pregunta de Magra era al menos inquietante.

Al fin llegaron a la conclusión de que había dos maneras de remontar el río: navegando con el bote de Ciro el pescador o por el camino viejo a la abadía abandonada, que bordeaba los altos riscos y llegaba casi a las nacientes del río.

El primero era un viaje de un par de horas, mientras que el segundo les tomaría el día completo. No obstante, ninguno estaba exento de dificultades. Ciro pescaba río abajo, aseguraba haber remontado el río sólo una vez y que no era para nada fácil, motivo por el cual cobraba un precio exorbitante.

El camino a la abadía abandonada era sumamente largo y además, no quedaba casi nadie que lo conociera, muchos aseguraban incluso que el sendero debía de estar tapado por la vegetación desde hace años y sería imposible encontrarlo. Los únicos que solían recorrer antiguamente ese camino eran el párroco y su monaguillo. Pero el padre Kurtov era muy viejo ahora como para caminar tanto, y su monaguillo, un muchacho abandonado en el pueblo cuando pequeño y criado por Kurtov, sufría de un retraso mental considerable.

« El hecho de que nos enterásemos de la existencia de esa abadía a último momento es llamativo. Si Wahol está escondido en algún lado con seguridad es allí » El razonamiento de Zec era comprensible « Por otro lado, los obstáculos del pescador para ir también me parecen sospechosos... ¿qué tal si ha mentido y sí ha remontado con frecuencia el río? por ejemplo... para tirar los cadáveres ».

« No veo tan mal llevar como guía al monaguillo, el precio del bote está totalmente fuera de nuestro presupuesto y el pescador es demasiado codicioso y testarudo como para cambiar su postura »

« ¿Sugieres ir con un retrasado? Ya sabes que en estas cosas no me interesa mucho la moral y prefiero ser sincero, me caen mal los retrasados Magra y lo sabes »

La discusión no tenía caso porque la verdad que planteaba Magra era inobjetable: simplemente no podían pagar el bote, si querían llegar a la naciente del río sólo había una opción por intentar.

Por la tarde le explicaron todo al padre Kurtov, quien se encargaría de hacérselo entender a su monaguillo.

« No van a tener ningún tipo de problemas, más allá de su condición, es un chico muy responsable y entiende las tareas, le he encomendado todo tipo de trabajos y los ha cumplido. Sólo les pido que lo cuiden, aunque por fuera es robusto y fuerte, no deja de ser un chico sensible »

Partieron los tres a primera hora de la mañana. El chico se veía notablemente preparado, botas y ropa de explorador, cantimplora y morral de cuero, machete, gorro montañés y mochila.

« Ya tiene aquí su vianda, buena suerte » dijo el viejo palmeando el cargamento de su acólito.

A ambos les sorprendió el tamaño del muchacho. Tendría entre veinte y treinta años y era simplemente enorme. No de una estatura fuera de lo normal digamos, pero bastante alto. Su espalda era muy amplia y sus miembros anchos como patas de elefante, parecía incluso como si todos sus huesos fueran toscos y excesivamente gruesos, al estilo de un Neanderthal. Caminaba encorvado y balbuceaba palabras inentendibles, aunque sus gestos eran claros. Saludaba, marcaba que lo sigan, indicaba sí y no con la cabeza de manera coherente y sabía señalar. Al parecer, entendía también todo lo que le decían. En ocasiones comenzaba a babear y permanecía sumido en esa actividad acompañada de un sonido rítmico un largo rato mientras caminaba.

« Es desagradable » murmuró Zec.


La entrada al camino ciertamente estaba tapada de vegetación, los agentes nunca la hubieran distinguido entre el matorral. Ellos iban detrás, mientras su guía abría camino a torpes machetazos. El sendero entraba luego a un bosque alto dentro del cual estaba claramente marcado. A Magra le pareció incluso distinguir huellas humanas relativamente frescas, lo cual hizo notar a su colega.

La fase siguiente rodeaba los riscos y era completamente rocosa. Ciertamente no había forma de reconocer un sendero como tal, pero el muchacho sin embargo, avanzaba confiado.

Cuando llegaron a un pastizal se sentaron a almorzar en un claro fuertemente apisonado, probablemente por vacas, planteó Zec, aunque no habían cruzado ninguna en todo el camino.

Lo que seguía era una subida con pendiente intensa y vegetación de pradera, por la cual caminaron durante un par de horas más.

Llevaban más de siete horas de caminata y el río no se veía por ningún lado desde temprano. Zec empezaba a inquietarse y a sentirse sumamente molesto.

« Escucha idiota ¿donde está el río? ¿sabes adonde vamos no? »

« No lo trates así » irrumpió Magra y se colocó entre los dos hombres.

Zec ya lo había increpado antes y a ella no le gustaba para nada esa actitud. El muchacho sólo agachaba la cabeza y se lamentaba para sí sin responder. Sin embargo, cuando ella le explicó amablemente que necesitaban llegar cuanto antes a la naciente del río y a la abadía abandonada, el retrasado indicó activamente una dirección. Hacía señales eufórico, lo que interpretaron como que faltaba poco para llegar. Retomaron la marcha.

« ¿Vienes a menudo? » El muchacho no contestó, sólo parecía feliz y babeaba. « ¿Alguna vez viste a alguien por aquí? » insistió ella. El monaguillo negó instantáneamente con la cabeza.


En efecto, en poco menos de una hora arribaron de pronto a un pequeño valle de altura, en donde el río se dividía en varios arroyos que se internaban en la montaña. Claramente estaban en las nacientes del cauce principal.

« ¡Mirá allí! » señaló Magra. Uno de los arroyos se internaba en un roquerío donde caía una cascada, y a su lado, una antigua construcción en ruinas de aspecto monacal.

« Vamos con cautela Magra, llegaremos en tan sólo unos minutos pero Wahol podría merodear por aquí »

Los agentes iban uno al lado del otro a paso raudo y el monaguillo varios pasos detrás. Lo habían ignorado bastante en esta última parte del camino, ansiosos como estaban de llegar a su destino que ahora visualizaban a apenas a unos cientos de metros. Finalmente le hicieron algunas indicaciones para caminar con sigilo, y comenzaron a bordear el valle, rumbo a la abadía. Iban justo en la línea entre el pastizal y los arbustos, realizando movimientos tácticos que denotaban la destreza y el buen entrenamiento de los agentes.

 

El primer golpe sonó como un leño seco que se quiebra a la mitad.

La cabeza de Magra se partió como un huevo y por la hendidura en su cráneo caía ahora una vertiente caudalosa de sangre y los sesos casi completos.

Zec contempló la escena estupefacto. Incluso alcanzó a ver la expresión de horror en la cara de Magra, mientras caía como un simple pellejo colgando a un lado del cuerpo, des-craneada.

La roca que sostenía el muchacho era enorme, casi tres veces la cabeza de la mujer.


Toda esta visión duró apenas un instante.

Cuando Zec reaccionó para buscar su arma, la roca ya venía lanzada hacia él.

Arrojar una roca de esas dimensiones era casi imposible para una persona normal, pero un leve desnivel a favor del atacante y su fuerza descomunal, lo beneficiaron, y si bien Zec pudo a último momento esquivarla, trastabilló y cayó hacia atrás en el suelo pedregoso.

El hombre quiso incorporarse rápidamente pero un empujón fuerte en el pecho lo volvió a tumbar. La baba caía copiosamente sobre su cara, y no había comenzado a maldecir al retardado cuando el machete se hundió profundo y limpio entre su hombro y el cuello clavándose secamente en la clavícula.

El grito del hombre surgió de sus entrañas, mientras observaba borrosa la figura enorme de su atacante sobre sí.

El segundo machetazo se hundió del otro lado y dio de lleno en la parte lateral del cuello.

Los golpes se sucedieron a un lado y otro del cogote y la sangre saltaba a borbotones de las heridas.


Eso fue lo último de lo cual Zec tuvo conciencia.

Después le pareció sentir que era arrastrado. Le pareció sentir agua.


Si alguien hubiera observado la escena, sin embargo, estaría de acuerdo en que ese hombre ya no podría sentir nada, teniendo como tenía, la cabeza completamente desprendendida de su cuerpo, colgando apenas de un manojo de tendones, mientras lo sumergían en el río.







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18-01-21




Ilustración: Cristian Valverde

@dibujosvalverde


sábado, 14 de julio de 2018

El enterrador


Estaba cansado de estar sólo en casa. De que el único movimiento ocasional fuera causado por los moscardones que aparecían cada vez que guardaba carne entre unos trapos en la cocina.

Una noche le pareció ver una especie de duende grotesco realizar un salto rápido entre dos muebles, pero se lo atribuyó al vino y a la luz de las velas; cuya disposición triangular en la casa generaba una zona de sombras armónicas en los bordes. Eran espectros de las sombras.

A la mañana siguiente recordó lo sucedido mientras hacía su viaje al río para juntar agua. "Lo voy a hacer", pensó, "voy a tener un duende". Solía traer de allí dos recipientes, uno mucho mayor que el otro y siempre lleno, el otro más pequeño hasta la mitad, y así subía la cuesta, torcido. En el río juntó un poco de barro y de paja. También una cápsula tubular de algún insecto acuático. Estaba hecha de piedras pequeñísimas y seguramente fuera el refugio de alguna larva de aquel arroyo somero y torrentoso.

Esa noche encendió el velón, aquel grueso que decían que duraba 7 noches y 7 días y que guardaba para ocasiones especiales. Metió las manos en el barro y comenzó a moldear el monigote torpemente. Chapoteaba en el balde, ensuciaba el piso. Bebía a borbotones y así se tragaba la noche que parecía inacabable. Todo era siempre algo confuso en esas horas en que el vino y el pasado rellenaban el espacio flotando como un humo denso desde el cual oía a veces los sonidos de afuera, ladridos de perros y animales extraños, nunca voces humanas.

El muñeco era deforme, no más grande que su mano, con corazón de cápsula larvaria y cuerpo limoso. Algo de pasto ayudaría luego a mantenerlo firme y salía también por sus extremidades, dando el aspecto de manos y pies. Un manojo de paja asomaba también por la cabeza.

Era siempre cerca de media tarde cuando el Sol entraba por la ventana del noroeste. Y estaba justo ahí cuando despertó, tirado en el suelo, acurrucado entre unos cueros. ¿Habría sido un sueño, un desvarío? Miró alrededor ansiosamente y allí estaba, en una esquina, sobre una estantería, casi perdido entre tantos objetos que atiborraban la casa.

Una sonrisa demorada dejó ver al fin esa boca apestosa, con costras violetas en los labios y en los pocos dientes que le quedaban. Estaba feliz. Allí quedó el monigote, aunque nunca cobró vida. A veces él le hablaba, le contaba secretos. Pero el muñeco siempre en lo alto, impávido en aquella estantería sucia y repleta. Secándose y desintegrándose con el correr de los años.

Un invierno se le ocurrió empaparlo en licor, prenderle velas. En una primavera lo llenó de flores, le cantó. Pero el muñeco nunca se volvió duende, siempre fue un pedazo de tierra.

Entonces vino aquel otoño tan frío en su casa sin fuegos, en su cuerpo ya viejo. Llegó esa noche inexplicable en que empezó a hablar solo, a rezongar. Sus manos huesudas comenzaron a abrirse y a cerrarse frenéticamente, sus pies daban algún zapatazo esporádico, mientras repetía aquellas palabras, siempre al ritmo de un torbellino que había arrancado lentamente a crecer en su interior.
Se horrorizó de pronto al darse cuenta hacia donde se dirijían sus gestos. Cada vez estaba más cerca de esa esquina. Estirando sus dedos sin parar, como queriendo salpicar con un líquido invisible a aquel que no podía vislumbrar en las tinieblas, pero cuya presencia empezaba a temer. Bebió un trago y lo escupió como una lluvia sobre aquel rincón. Pronunció palabras sagradas en contra de su voluntad. Las profanó. Quemó sus manos con las velas. Escupió sangre. Salió corriendo bajo las estrellas y se revolcó en el barro congelado. Entró con las ropas rasgadas. Se arrodilló en ese rincón y rezó. Nada de lo que dijo quiso decir y nada de lo que hacía era su voluntad. Quería evitarlo pero no podía. Quiso evitar luego prender ese fuego y salir al campo y juntar yuyos, pincharse las manos, cocinar todo y luego beberlo y quemarse la garganta. Quiso evitar finalmente gritar y maldecir hasta el cansancio, cubrir al duende con un pañuelo color ocre y mancharlo con sangre.

Al día siguiente pensó que todo aquello no podía ser cierto de ninguna manera y esto le trajo algo de alivio. Arrimó algunas ramas para unos mates, cerró la puerta. Había quedado abierta por la noche y esto lo inquietó, más no era la primera vez. Pero después las manchas... sangre y vino. El barro, sus ropas. Evitaba mirar. Hacía todo sin levantar la cabeza, alejando la vista de aquel rincón. Fue hasta el río y se lavó las patas. Volvió y se desnudó. Cuando vió su mugre y le ardieron sus heridas comenzó a temblar. El mentón giró levemente dando a la cabeza un ángulo inclinado. Pequeños espasmos en el cuello aumentaban paulatinamente la torsión hasta dejar casi en posición horizontal la cabeza, aunque los ojos seguían clavados en el suelo evitando mirar aquel canto. Cuando por fin un parpadeo corrió apenas el iris de lugar y divisó de reojo el color ocre de un pañuelo soltó un alarido gastado, lastimero y largo como un lamento. Avanzando a los tumbos se arrimó hasta allí revoleando los brazos y derribando todo. Sollozando golpeó las paredes de adobe, pateó tachos se arrancó unos pelos y se tiró al piso. Se tapó a medias con un poncho y durmió.
Se cagó encima. Nunca más sucedió nada con el monigote. Seguramente se habría hecho trizas con aquel último manotazo. Allí quedó el pañuelo tapando sus restos en aquel rincón casi inaccesible de la casa, cubierto de trastos viejos conservados inútilmente.

Los inviernos transcurrieron y el episodio cayó en el limbo de recuerdos que se confundían con los sueños o con las macanas que tenía prepadas para contar si algún día viniera alguien a visitarlo.

La casa permanecía igual a través de los años, pero un día trajo una plantita con flores y la puso al costado de la puerta. Otra vez se armó una escoba con unas ramas y la ató con tanto cuidado que barría parejito, nunca más tuvo que lavar el piso. Lo que más hacía era tomar mate cocido, matar moscas, pensar la noche.

Hubo una primavera en que no se alejó de la casa. Un día divisó a lo lejos un caballo. Al final de un verano mucho después, casi se seca el río. Ahí mismo en el arroyo agarraba peces que quedaban atrapados en las rocas en otoño. Una vez comió uno crudo. Algunos días de calor salía a caminar justo antes del amanecer y cuando volvía comía pan con huevo.

Al final, la vida no había sido más que eso. Una sucesión de días confusa y veloz. Un conjunto de pedos, eructos y alguna carne para comer alguna vez, cuando podía arrebatarle una liebre a los buitres. Una permanencia del frío, con algunas pausas de bendición de Sol. Una cantidad enorme de agua cayendo, nevando, corriendo por el arroyo y dentro de sí. Había sido también algunos deseos, el recuerdo de un niño, el canto de una calandria en una tarde de verano.
La vida había sido el silencio.


La muerte del viejo fue en el patio.
Primero cayó pero estuvo consciente unas horas ahí tirado. Arrancó una zanahoria que estaba cerca y la masticó hasta la mitad, después murió. El Sol se escondió y salió varias veces. La piel era una masa dura y blanca pegada a la carne. Llovió, escarchó y venteó. Un gusano ancho y baboso salía por la boca mientras otros miles lo devoraban por dentro. La puerta entreabierta de la casa golpeaba a veces por el viento. Decenas de escarabajos pululaban en la tierra debajo de sus manos tiesas. Ciertas partes comenzaron a pudrirse. El último portazo derribó también algunos trastos. El pañuelo comenzaba a crecer. Lentamente se erguía hasta descender al suelo el objeto debajo de él, que ahora caminaba con patas cortas y deformes, con un lomo que se dejaba entrever irregularmente peludo. A cada paso era mayor, y cuando por fin llegó a la puerta se quitó el pañuelo y salió. La velocidad era de una lentitud exasperante, demoraba un día en dar algunos pasos, pero seguía creciendo.

Un zorro que olió la carroña se acercaba a la casa una tarde. Se detuvo en seco al contemplar desde atrás a una figura sombría que se acercaba parsimoniosamente al cadáver.

Su tamaño era descomunal.
Un manojo de paja espeluznante formaba su cabeza.
Sus manos crecían en forma de raíces casi arañando el suelo.
Llevaba en una de ellas una pala.

Cuando estuvo al lado, comenzó a cavar.



n- 




Invierno 2015