sábado, 14 de julio de 2018

El enterrador


Estaba cansado de estar sólo en casa. De que el único movimiento ocasional fuera causado por los moscardones que aparecían cada vez que guardaba carne entre unos trapos en la cocina.

Una noche le pareció ver una especie de duende grotesco realizar un salto rápido entre dos muebles, pero se lo atribuyó al vino y a la luz de las velas; cuya disposición triangular en la casa generaba una zona de sombras armónicas en los bordes. Eran espectros de las sombras.

A la mañana siguiente recordó lo sucedido mientras hacía su viaje al río para juntar agua. "Lo voy a hacer", pensó, "voy a tener un duende". Solía traer de allí dos recipientes, uno mucho mayor que el otro y siempre lleno, el otro más pequeño hasta la mitad, y así subía la cuesta, torcido. En el río juntó un poco de barro y de paja. También una cápsula tubular de algún insecto acuático. Estaba hecha de piedras pequeñísimas y seguramente fuera el refugio de alguna larva de aquel arroyo somero y torrentoso.

Esa noche encendió el velón, aquel grueso que decían que duraba 7 noches y 7 días y que guardaba para ocasiones especiales. Metió las manos en el barro y comenzó a moldear el monigote torpemente. Chapoteaba en el balde, ensuciaba el piso. Bebía a borbotones y así se tragaba la noche que parecía inacabable. Todo era siempre algo confuso en esas horas en que el vino y el pasado rellenaban el espacio flotando como un humo denso desde el cual oía a veces los sonidos de afuera, ladridos de perros y animales extraños, nunca voces humanas.

El muñeco era deforme, no más grande que su mano, con corazón de cápsula larvaria y cuerpo limoso. Algo de pasto ayudaría luego a mantenerlo firme y salía también por sus extremidades, dando el aspecto de manos y pies. Un manojo de paja asomaba también por la cabeza.

Era siempre cerca de media tarde cuando el Sol entraba por la ventana del noroeste. Y estaba justo ahí cuando despertó, tirado en el suelo, acurrucado entre unos cueros. ¿Habría sido un sueño, un desvarío? Miró alrededor ansiosamente y allí estaba, en una esquina, sobre una estantería, casi perdido entre tantos objetos que atiborraban la casa.

Una sonrisa demorada dejó ver al fin esa boca apestosa, con costras violetas en los labios y en los pocos dientes que le quedaban. Estaba feliz. Allí quedó el monigote, aunque nunca cobró vida. A veces él le hablaba, le contaba secretos. Pero el muñeco siempre en lo alto, impávido en aquella estantería sucia y repleta. Secándose y desintegrándose con el correr de los años.

Un invierno se le ocurrió empaparlo en licor, prenderle velas. En una primavera lo llenó de flores, le cantó. Pero el muñeco nunca se volvió duende, siempre fue un pedazo de tierra.

Entonces vino aquel otoño tan frío en su casa sin fuegos, en su cuerpo ya viejo. Llegó esa noche inexplicable en que empezó a hablar solo, a rezongar. Sus manos huesudas comenzaron a abrirse y a cerrarse frenéticamente, sus pies daban algún zapatazo esporádico, mientras repetía aquellas palabras, siempre al ritmo de un torbellino que había arrancado lentamente a crecer en su interior.
Se horrorizó de pronto al darse cuenta hacia donde se dirijían sus gestos. Cada vez estaba más cerca de esa esquina. Estirando sus dedos sin parar, como queriendo salpicar con un líquido invisible a aquel que no podía vislumbrar en las tinieblas, pero cuya presencia empezaba a temer. Bebió un trago y lo escupió como una lluvia sobre aquel rincón. Pronunció palabras sagradas en contra de su voluntad. Las profanó. Quemó sus manos con las velas. Escupió sangre. Salió corriendo bajo las estrellas y se revolcó en el barro congelado. Entró con las ropas rasgadas. Se arrodilló en ese rincón y rezó. Nada de lo que dijo quiso decir y nada de lo que hacía era su voluntad. Quería evitarlo pero no podía. Quiso evitar luego prender ese fuego y salir al campo y juntar yuyos, pincharse las manos, cocinar todo y luego beberlo y quemarse la garganta. Quiso evitar finalmente gritar y maldecir hasta el cansancio, cubrir al duende con un pañuelo color ocre y mancharlo con sangre.

Al día siguiente pensó que todo aquello no podía ser cierto de ninguna manera y esto le trajo algo de alivio. Arrimó algunas ramas para unos mates, cerró la puerta. Había quedado abierta por la noche y esto lo inquietó, más no era la primera vez. Pero después las manchas... sangre y vino. El barro, sus ropas. Evitaba mirar. Hacía todo sin levantar la cabeza, alejando la vista de aquel rincón. Fue hasta el río y se lavó las patas. Volvió y se desnudó. Cuando vió su mugre y le ardieron sus heridas comenzó a temblar. El mentón giró levemente dando a la cabeza un ángulo inclinado. Pequeños espasmos en el cuello aumentaban paulatinamente la torsión hasta dejar casi en posición horizontal la cabeza, aunque los ojos seguían clavados en el suelo evitando mirar aquel canto. Cuando por fin un parpadeo corrió apenas el iris de lugar y divisó de reojo el color ocre de un pañuelo soltó un alarido gastado, lastimero y largo como un lamento. Avanzando a los tumbos se arrimó hasta allí revoleando los brazos y derribando todo. Sollozando golpeó las paredes de adobe, pateó tachos se arrancó unos pelos y se tiró al piso. Se tapó a medias con un poncho y durmió.
Se cagó encima. Nunca más sucedió nada con el monigote. Seguramente se habría hecho trizas con aquel último manotazo. Allí quedó el pañuelo tapando sus restos en aquel rincón casi inaccesible de la casa, cubierto de trastos viejos conservados inútilmente.

Los inviernos transcurrieron y el episodio cayó en el limbo de recuerdos que se confundían con los sueños o con las macanas que tenía prepadas para contar si algún día viniera alguien a visitarlo.

La casa permanecía igual a través de los años, pero un día trajo una plantita con flores y la puso al costado de la puerta. Otra vez se armó una escoba con unas ramas y la ató con tanto cuidado que barría parejito, nunca más tuvo que lavar el piso. Lo que más hacía era tomar mate cocido, matar moscas, pensar la noche.

Hubo una primavera en que no se alejó de la casa. Un día divisó a lo lejos un caballo. Al final de un verano mucho después, casi se seca el río. Ahí mismo en el arroyo agarraba peces que quedaban atrapados en las rocas en otoño. Una vez comió uno crudo. Algunos días de calor salía a caminar justo antes del amanecer y cuando volvía comía pan con huevo.

Al final, la vida no había sido más que eso. Una sucesión de días confusa y veloz. Un conjunto de pedos, eructos y alguna carne para comer alguna vez, cuando podía arrebatarle una liebre a los buitres. Una permanencia del frío, con algunas pausas de bendición de Sol. Una cantidad enorme de agua cayendo, nevando, corriendo por el arroyo y dentro de sí. Había sido también algunos deseos, el recuerdo de un niño, el canto de una calandria en una tarde de verano.
La vida había sido el silencio.


La muerte del viejo fue en el patio.
Primero cayó pero estuvo consciente unas horas ahí tirado. Arrancó una zanahoria que estaba cerca y la masticó hasta la mitad, después murió. El Sol se escondió y salió varias veces. La piel era una masa dura y blanca pegada a la carne. Llovió, escarchó y venteó. Un gusano ancho y baboso salía por la boca mientras otros miles lo devoraban por dentro. La puerta entreabierta de la casa golpeaba a veces por el viento. Decenas de escarabajos pululaban en la tierra debajo de sus manos tiesas. Ciertas partes comenzaron a pudrirse. El último portazo derribó también algunos trastos. El pañuelo comenzaba a crecer. Lentamente se erguía hasta descender al suelo el objeto debajo de él, que ahora caminaba con patas cortas y deformes, con un lomo que se dejaba entrever irregularmente peludo. A cada paso era mayor, y cuando por fin llegó a la puerta se quitó el pañuelo y salió. La velocidad era de una lentitud exasperante, demoraba un día en dar algunos pasos, pero seguía creciendo.

Un zorro que olió la carroña se acercaba a la casa una tarde. Se detuvo en seco al contemplar desde atrás a una figura sombría que se acercaba parsimoniosamente al cadáver.

Su tamaño era descomunal.
Un manojo de paja espeluznante formaba su cabeza.
Sus manos crecían en forma de raíces casi arañando el suelo.
Llevaba en una de ellas una pala.

Cuando estuvo al lado, comenzó a cavar.



n- 




Invierno 2015



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